Soriano es algo que, antes de él, sólo podía haber sido producto de un sueño de esos que de antemano sabemos imposibles. Nunca la muerte de un escritor (y un escritor argentino) causó entre sus pares, en los intelectuales y entre sus muchos lectores, tal sensación de pérdida irreemplazable, tanto vacío y desconsuelo.
Es que sus libros son de aquellos que siempre están a mano y que, en nuestra biblioteca, podemos encontrar a ciegas a fuerza de tanto frecuentarlos. Son ese espacio íntimo, amigable, deseado en cualquier momento, esas lecturas de las que jamás pesa la repetición porque invariablemente nos devuelven al paraíso de los creyentes en el difícil y entrañable oficio de las letras.
Recorrer sus párrafos es hallar la nostalgia de las cosas que no pudieron ser de otra manera, es visitar la crítica, la pena y hasta el dolor, dichos con ese humor que siempre atemperó la amargura con que la realidad y muchos sueños frustrados han inoculado a generaciones de argentinos.
Había nacido en Mar del Plata el seis de enero de 1943 y, tal vez en esa fecha los Reyes le habían regalado la magia de suscitar y cultivar amistades y de volver verosímiles las fantasías que le dictaba su imaginación, artes ambas en las que fue maestro indiscutido.
Los datos objetivos de su existencia, menos importantes que su forma de vivirla, son bastante conocidos y su cercanía en el tiempo y el afecto los mantienen presentes. Antes que literato fue periodista y ello hizo que en sus novelas, artículos, relatos y recuerdos persista la mirada del cronista, tan veloz para captar la realidad como para presentarla en el escueto comentario que le dará su matiz definitorio.
Ingresó en 1969 en la revista Primera Plana, “que era entonces la catedral del periodismo” como él mismo dijo. Cuando el gobierno de Onganía cierra esta revista, pasa a Confirmado y luego a La Opinión de Jacobo Timerman. En 1976, después del golpe militar, como tantos intelectuales independientes, marchó al exilio. Primero fue a Bélgica y luego a París donde con Julio Cortázar coeditó la revista Sin censura.
En 1973 había publicado en Buenos Aires su primera novela, Triste, solitario y final, sorprendente, original y bien recibida por la crítica y el público. Sus dos novelas siguientes, No habrá más penas ni olvido, 1978, y Cuarteles de invierno, 1980, la última consagrada mejor novela extranjera de 1981 en Italia, se publicaron primeramente en francés, italiano y polaco. En 1983 No habrá más penas ni olvido, fue llevada al cine en la Argentina por Héctor Olivera y ganó el Oso de Plata en el festival de Berlín.
Regresó a nuestro país en 1984. En 1986 publicó A sus plantas rendido un león, en 1990 Una sombra ya pronto serás, en 1992 El ojo de la patria y en 1995 La hora sin sombra. A estas novelas deben sumarse los Cuentos de los años felices y las colecciones de textos cortos en que reunió artículos periodísticos, reportajes y anécdotas de todo tipo y que conforman Artistas, locos y criminales, Rebeldes, soñadores y fugitivos y Piratas, fantasmas y dinosaurios, su último libro.
Las obras de Osvaldo Soriano, el escritor más leído de la década del noventa en la Argentina, han sido publicadas en más de veinte países, traducidas a de quince idiomas distintos, recogiendo en todas partes comentarios favorables y hasta entusiastas de los medios más conocidos y de los críticos más destacados. Y, en cuanto a su propia labor como crítico cabe decir que nunca la mezquindad o el desdén empañaron su juicio sobre el trabajo de sus pares y eso, su consideración por los otros en lo personal y profesional, le ganó el respeto y el sincero afecto de colegas y lectores.
José Luis Toledo